Piel de asno – Perrault
Érase
una vez un rey tan famoso, tan amado por su pueblo, tan respetado por
todos sus vecinos, que de él podía decirse que era el más feliz de los
monarcas. Su dicha se confirmaba aún más por la elección que hiciera de
una princesa tan bella como virtuosa; y estos felices esposos vivían en
la más perfecta unión. De su matrimonio había nacido una hija dotada de
encantos y virtudes tales que no se lamentaban de tan corta
descendencia.
La
magnificencia, el buen gusto y la abundancia reinaban en su palacio.
Los ministros eran hábiles y prudentes; los cortesanos virtuosos y
leales, los servidores fieles y laboriosos. Sus caballerizas eran
grandes y llenas de los más hermosos caballos del mundo, ricamente
enjaezados. Pero lo que asombraba a los visitantes que acudían a admirar
estas hermosas cuadras, era que en el sitio más destacado un señor asno
exhibía sus grandes y largas orejas. Y no era por capricho sino con
razón que el rey le había reservado un lugar especial y destacado. Las
virtudes de este extraño animal merecían semejante distinción, pues la
naturaleza lo había formado de modo tan extraordinario que su pesebre,
en vez de suciedades, se cubría cada mañana con hermosos escudos y
luises de todos tamaños, que eran recogidos a su despertar.
Pues bien, como las vicisitudes de la
vida alcanzan tanto a los reyes como a los súbditos, y como siempre los
bienes están mezclados con algunos males, el cielo permitió que la reina
fuese aquejada repentinamente de una penosa enfermedad para la cual,
pese a la ciencia y a la habilidad de los médicos, no se pudo encontrar
remedio.
La desolación fue general. El rey,
sensible y enamorado a pesar del famoso proverbio que dice que el
matrimonio es la tumba del amor, sufría sin alivio, hacía encendidos
votos a todos los templos de su reino, ofrecía su vida a cambio de la de
su esposa tan querida; pero dioses y hadas eran invocados en vano.
La reina, sintiendo que se acercaba su última hora, dijo a su esposo que estaba deshecho en llanto:
-Permíteme, antes de morir, que te exija una cosa, si quisieras volver a casarte…
A estas palabras el rey, con quejas
lastimosas, tomó las manos de su mujer, las bañó de lágrimas, y
asegurándole que estaba de más hablarle de un segundo matrimonio:
-No, no -dijo por fin- mi amada reina, háblame más bien de seguirte.
-El Estado -repuso la reina con una
firmeza que aumentaba las lamentaciones de este príncipe-, el Estado que
exige sucesores ya que sólo te he dado una hija, debe apremiarte para
que tengas hijos que se te parezcan; mas te ruego, por todo el amor que
me has tenido, no ceder a los apremios de tus súbditos sino hasta que
encuentres una princesa más bella y mejor que yo. Quiero tu promesa, y
entonces moriré contenta.
Es de presumir que la reina, que no
carecía de amor propio, había exigido esta promesa convencida de que
nadie en el mundo podía igualarla, y se aseguraba de este modo que el
rey jamás volviera a casarse. Finalmente, ella murió. Nunca un marido
hizo tanto alarde: llorar, sollozar día y noche, menudo derecho que
otorga la viudez, fue su única ocupación.
Los grandes dolores son efímeros. Además,
los consejeros del Estado se reunieron y en conjunto fueron a pedirle
al rey que volviera a casarse.
Esta proposición le pareció dura y le
hizo derramar nuevas lágrimas. Invocó la promesa hecha a la reina, y los
desafió a todos a encontrar una princesa más hermosa y más perfecta que
su difunta esposa, pensando que aquello era imposible.
Pero el consejo consideró tal promesa
como una bagatela, y opinó que poco importaba la belleza, con tal que
una reina fuese virtuosa y nada estéril; que el Estado exigía príncipes
para su tranquilidad y paz; que, a decir verdad, la infanta tenía todas
las cualidades para hacer de ella una buena reina, pero era preciso
elegirle a un extranjero por esposo; y que entonces, o el extranjero se
la llevaba con él o bien, si reinaba con ella, sus hijos no serían
considerados del mismo linaje y además, no habiendo príncipe de su
dinastía, los pueblos vecinos podían provocar guerras que acarrearían la
ruina del reino. El rey, movido por estas consideraciones, prometió que
lo pensaría.
Efectivamente, buscó entre las princesas
casaderas cuál podría convenirle. A diario le llevaban retratos
atractivos; pero ninguno exhibía los encantos de la difunta reina. De este modo, no tomaba decisión alguna.
Por desgracia, empezó a encontrar que la
infanta, su hija, era no solamente hermosa y bien formada, sino que
sobrepasaba largamente a la reina su madre en inteligencia y agrado. Su
juventud, la atrayente frescura de su hermosa piel, inflamó al rey de un
modo tan violento que no pudo ocultárselo a la infanta, diciéndole que
había resuelto casarse con ella pues era la única que podía desligarlo
de su promesa.
La joven princesa, llena de virtud y
pudor, creyó desfallecer ante esta horrible proposición. Se echó a los
pies del rey su padre, y le suplicó con toda la fuerza de su alma, que
no la obligara a cometer un crimen semejante.
El rey, que estaba empecinado con este
descabellado proyecto, había consultado a un anciano druida, para
tranquilizar la conciencia de la joven princesa. Este druida, más
ambicioso que religioso, sacrificó la causa de la inocencia y la virtud
al honor de ser confidente de un poderoso rey. Se insinuó con tal
destreza en el espíritu del rey, le suavizó de tal manera el crimen que
iba a cometer, que hasta lo persuadió de estar haciendo una obra pía al
casarse con su hija.
El rey, halagado por el discurso de aquel
malvado, lo abrazó y salió más empecinado que nunca con su proyecto:
hizo dar órdenes a la infanta para que se preparara a obedecerle.
La joven princesa, sobrecogida de dolor,
pensó en recurrir a su madrina, el hada de las Lilas. Con este objeto,
partió esa misma noche en un lindo cochecito tirado por un cordero que
sabía todos los caminos. Llegó a su destino con toda felicidad. El hada,
que amaba a la infanta, le dijo que ya estaba enterada de lo que venía a
decirle, pero que no se preocupara: nada podía pasarle si ejecutaba
fielmente todo lo que le indicaría.
-Porque, mi amada niña -le dijo- sería
una falta muy grave casarte con tu padre; pero, sin necesidad de
contradecirlo, puedes evitarlo: dile que para satisfacer un capricho que
tienes, es preciso que te regale un vestido color del tiempo. Jamás,
con todo su amor y su poder, podrá lograrlo.
La princesa le dio las gracias a su madrina, y a la mañana siguiente le
dijo al rey su padre lo que el hada le había aconsejado y reiteró que
no obtendrían de ella consentimiento alguno hasta tener el vestido color
del tiempo.
El rey, encantado con la esperanza que
ella le daba, reunió a los más famosos costureros y les encargó el
vestido bajo la condición de que si no eran capaces de realizarlo los
haría ahorcar a todos.
No tuvo necesidad de llegar a ese
extremo: a los dos días trajeron el tan ansiado traje. El firmamento no
es de un azul más bello, cuando lo circundan nubes de oro, que este
hermoso vestido al ser desplegado. La infanta se sintió toda acongojada y
no sabía cómo salir del paso. El rey apremiaba la decisión. Hubo que
recurrir nuevamente a la madrina quien, asombrada porque su secreto no
había dado resultado, le dijo que tratara de pedir otro vestido del
color de la luna.
El rey, que nada podía negarle a su hija,
mandó buscar a los más diestros artesanos, y les encargó en forma tan
apremiante un vestido del color de la luna, que entre ordenarlo y
traerlo no mediaron ni veinticuatro horas. La infanta, más deslumbrada
por este soberbio traje que por la solicitud de su padre, se afligió
desmedidamente cuando estuvo con sus damas y su nodriza.
El hada de las Lilas, que todo lo sabía, vino en ayuda de la atribulada princesa y le dijo:
-O me equivoco mucho, o creo que si pides
un vestido color del sol lograremos desalentar al rey tu padre, pues
jamás podrán llegar a confeccionar un vestido así.
La infanta estuvo de acuerdo y pidió el
vestido; y el enamorado rey entregó sin pena todos los diamantes y
rubíes de su corona para ayudar a esta obra maravillosa, con la orden de
no economizar nada para hacer esta prenda semejante al sol. Fue así que
cuando el vestido apareció, todos los que lo vieron desplegado tuvieron
que cerrar los ojos, tan deslumbrante era.
¡Cómo se puso la infanta ante esta
visión! Jamás se había visto algo tan hermoso y tan artísticamente
trabajado. Se sintió confundida; y con el pretexto de que a la vista del
traje le habían dolido los ojos, se retiró a su aposento donde el hada
la esperaba, de lo más avergonzada. Fue peor aún, pues al ver el vestido
color del sol, se puso roja de ira.
-¡Oh!, como último recurso, hija mía, -le
dijo a la princesa- vamos a someter al indigno amor de tu padre a una
terrible prueba. Lo creo muy empecinado con este matrimonio, que él cree
tan próximo; pero pienso que quedará un poco aturdido si le haces el
pedido que te aconsejo: la piel de ese asno que ama tan apasionadamente y
que subvenciona tan generosamente todos sus gastos. Ve, y no dejes de
decirle que deseas esa piel.
La princesa, encantada de encontrar una
nueva manera de eludir un matrimonio que detestaba, y pensando que su
padre jamás se resignaría a sacrificar su asno, fue a verlo y le expuso
su deseo de tener la piel de aquel bello animal.
Aunque extrañado por este capricho, el
rey no vaciló en satisfacerlo. El pobre asno fue sacrificado y su piel
galantemente llevada a la infanta quien, no viendo ya ningún otro modo
de esquivar su desgracia, iba a caer en la desesperación cuando su
madrina acudió.
-¿Qué haces, hija mía? -dijo, viendo a la
princesa arrancándose los cabellos y golpeándose sus hermosas
mejillas-. Este es el momento más hermoso de tu vida.
Cúbrete con esta piel, sal del palacio y parte hasta donde la tierra
pueda llevarte: cuando se sacrifica todo a la virtud, los dioses saben
recompensarlo. ¡Parte! Yo me encargo de que todo tu tocador y tu
guardarropa te sigan a todas partes; dondequiera que te detenga, tu
cofre conteniendo vestidos, alhajas, seguirá tus pasos bajo tierra; y he
aquí mi varita, que te doy: al golpear con ella el suelo cuando
necesites tu cofre, éste aparecerá ante tus ojos. Mas, apresúrate en
partir, no tardes más.
La princesa abrazó mil veces a su
madrina, le rogó que no la abandonara, se revistió con la horrible piel
luego de haberse refregado con hollín de la chimenea, y salió de aquel
suntuoso palacio sin que nadie la reconociera.
La ausencia de la infanta causó gran
revuelo. El rey, que había hecho preparar una magnífica fiesta, estaba
desesperado e inconsolable. Hizo salir a más de cien guardias y más de
mil mosqueteros en busca de su hija; pero el hada, que la protegía, la
hacía invisible a los más hábiles rastreos. De modo que al fin hubo que
resignarse.
Mientras tanto, la princesa caminaba.
Llegó lejos, muy lejos, todavía más lejos, en todas partes buscaba un
trabajo. Pero, aunque por caridad le dieran de comer, la encontraban tan
mugrienta qué nadie la tomaba.
Andando y andando, entró a una hermosa
ciudad, a cuyas puertas había una granja; la granjera necesitaba una
sirvienta para lavar la ropa de cocina, y limpiar los pavos y las
pocilgas de los puercos. Esta mujer, viendo a aquella viajera tan sucia;
le propuso entrar a servir a su casa, lo que la infanta aceptó con
gusto, tan cansada estaba de todo lo que había caminado.
La pusieron en un rincón apartado de la
cocina donde, durante los primeros días, fue el blanco de las groseras
bromas de la servidumbre, así era la repugnancia que inspiraba su piel
de asno.
Al fin se acostumbraron; además, ella
ponía tanto empeño en cumplir con sus tareas que la granjera la tomó
bajo su protección. Estaba encargada de los corderos, los metía al redil
cuando era preciso: llevaba a los pavos a pacer, todo con una habilidad
como si nunca hubiese hecho otra cosa. Así pues, todo fructificaba bajo
sus bellas manos.
Un día estaba sentada junto a una fuente
de agua clara, donde deploraba a menudo su triste condición. Se le
ocurrió mirarse: la horrible piel de asno que constituía su peinado y su
ropaje, la espantó. Avergonzada de su apariencia, se refregó hasta que
se sacó toda la mugre de la cara y de las manos, las que quedaron más
blancas que el marfil, y su hermosa tez recuperó su frescura natural.
La alegría de verse tan bella le provocó
el deseo de bañarse, lo que hizo; pero tuvo que volver a ponerse la
indigna piel para volver a la granja. Felizmente, el día siguiente era
de fiesta; así pues, tuvo tiempo para sacar su cofre, arreglar su
apariencia, empolvar sus hermosos cabellos y ponerse su precioso traje
color del tiempo. Su cuarto era tan pequeño que no se podía extender la
cola de aquel magnífico vestido. La linda princesa se miraba y se
admiraba a sí misma con razón, de modo que, para no aburrirse, decidió
ponerse por turno todas sus hermosas tenidas los días de fiesta y los
domingos, lo que hacía puntualmente. Con un arte admirable, adornaba sus
cabellos mezclando flores y diamantes; a menudo suspiraba pensando que
los únicos testigos de su belleza eran sus corderos y sus pavos que la
amaban igual con su horrible piel de asno, que había dado origen al
apodo con que la nombraban en la granja.
Un día de fiesta en que Piel de Asno se
había puesto su vestido color del sol, el hijo del rey, a quien
pertenecía esta granja, hizo allí un alto para descansar al
volver de caza. El príncipe era joven, hermoso y apuesto; era el amor
de su padre y de la reina su madre, y su pueblo lo adoraba. Ofrecieron a
este príncipe una colación campestre, que él aceptó; luego se puso a
recorrer los gallineros y todos los rincones.
Yendo así de un lugar a otro entró por un
callejón sombrío al fondo del cual vio una puerta cerrada. Llevado por
la curiosidad, puso el ojo en la cerradura. ¿pero qué le pasó al divisar
a una princesa tan bella y ricamente vestida, que por su aspecto noble y
modesto, él tomó por una diosa? El ímpetu del sentimiento que lo
embargó en ese momento lo habría llevado a forzar la puerta, a no mediar
el respeto que le inspirara esta persona maravillosa.
Tuvo que hacer un esfuerzo para regresar
por ese callejón oscuro y sombrío, pero lo hizo para averiguar quién
vivía en ese pequeño cuartito. Le dijeron que era una sirvienta que se
llamaba Piel de Asno a causa de la piel con que se vestía; y que era tan
mugrienta y sucia que nadie la miraba ni le hablaba, y que la habían
tomado por lástima para que cuidara los corderos y los pavos.
El príncipe, no satisfecho con estas
referencias, se dio cuenta de que estas gentes rudas no sabían nada más y
que era inútil hacerles más preguntas. Volvió al palacio del rey su
padre, indeciblemente enamorado, teniendo constantemente ante sus ojos
la imagen de esta diosa que había visto por el ojo de la cerradura. Se
lamentó de no haber golpeado a la puerta, y decidió que no dejaría de
hacerlo la próxima vez.
Pero la agitación de su sangre, causada
por el ardor de su amor, le provocó esa misma noche una fiebre tan
terrible que pronto decayó hasta el más grave extremo. La reina su
madre, que tenía este único hijo, se desesperaba al ver que todos los
remedios eran inútiles. En vano prometía las más suntuosas recompensas a
los médicos; éstos empleaban todas sus artes, pero nada mejoraba al
príncipe. Finalmente, adivinaron que un sufrimiento mortal era la causa
de todo este daño; se lo dijeron a la reina quien, llena de ternura por
su hijo, fue a suplicarle que contara la causa de su mal; y aunque se
tratara de que le cedieran la corona, el rey su padre bajaría de su
trono sin pena para hacerlo subir a él; que si deseaba a alguna
princesa, aunque se estuviera en guerra con el rey su padre y hubiese
justos motivos de agravio, sacrificarían todo para darle lo que deseaba;
pero le suplicaba que no se dejara morir, puesto que de su vida
dependía la de sus padres. La reina terminó este conmovedor discurso no
sin antes derramar un torrente de lágrimas sobre el rostro de su hijo.
-Señora -le dijo por fin el príncipe, con
una voz muy débil- no soy tan desnaturalizado como para desear la
corona de mi padre; ¡quiera el cielo que él viva largos años y me acepte
durante mucho tiempo como el más respetuoso y fiel de sus súbditos! En
cuanto a las princesas que me ofreces; aún no he pensado en casarme; y
bien sabes que, sumiso como soy a sus voluntades, los obedeceré siempre,
a cualquier precio.
-¡Ah!, hijo mío -repuso la reina- ningún
precio es muy alto para salvarte la vida; mas, querido hijo, salva la
mía y la del rey tu padre, diciéndome lo que deseas, y ten la plena
seguridad que te será acordado.
-¡Pues bien!, señora -dijo él- si tengo
que descubrirte mi pensamiento, te obedeceré. Me sentiría un criminal si
pongo en peligro dos cabezas que me son tan queridas. Sí, madre mía, deseo que Piel de Asno me haga una torta y tan pronto como esté hecha, me la traigan.
La reina, sorprendida ante este extraño nombre, preguntó quién era Piel de Asno.
-Es, señora -replicó uno de sus oficiales
que por casualidad había visto a esa niña-, la sabandija más vil
después del lobo; una mugrienta que vive en la granja de usted y que
cuida sus pavos.
-No importa -dijo la reina-, mi hijo, al
volver de caza, ha probado tal vez su pastelería; es una fantasía de
enfermo. En una palabra, quiero que Piel de Asno, puesto que de Piel de
Asno se trata, le haga ahora mismo una torta.
Corrieron a la granja y llamaron a Piel de Asno para ordenarle que hiciera con el mayor esmero una torta para el príncipe.
Algunos autores sostienen que Piel de
Asno, cuando el príncipe había puesto sus ojos en la cerradura, con los
suyos lo había visto; y que en seguida, mirando por su ventanuco, había
mirado a aquel príncipe tan joven, tan hermoso y bien plantado que no
había podido olvidar su imagen y que a menudo ese recuerdo le arrancaba
suspiros.
Como sea, si Piel de Asno lo vio o había
oído decir de él muchos elogios, encantada de hallar una forma para
darse a conocer, se encerró en su cuartucho, se sacó su fea piel, se
lavó manos y rostro, peinó sus rubios cabellos, se puso un corselete de
plata brillante, una falda igual, y se puso a hacer la torta tan
apetecida: usó la más pura harina, huevos y mantequilla fresca. Mientras
trabajaba, ya fuera adrede o de otra manera, un anillo que llevaba en
el dedo cayó dentro de la masa y se mezcló a ella. Cuando la torta
estuvo cocida, se colocó su horrible piel y fue a entregar la torta al
oficial, a quien le preguntó por el príncipe; pero este hombre, sin
dignarse contestar, corrió donde el príncipe a llevarle la torta.
El príncipe la arrebató de manos de aquel
hombre y se la comió con tal avidez que los médicos presentes no
dejaron de pensar que este furor no era buen signo. En efecto, el
príncipe casi se ahogó con el anillo que encontró en uno de los pedazos,
pero se lo sacó diestramente de la boca; y el ardor con que devoraba la
torta se calmó, al examinar esta fina esmeralda montada en un junquillo
de oro cuyo círculo era tan estrecho que, pensó él, sólo podía caber en
el más hermoso dedito del mundo.
Besó mil veces el anillo, lo puso bajo sus almohadas, y lo sacaba cada
vez que sentía que nadie lo observaba. Se atormentaba imaginando cómo
hacer venir a aquélla a quien este anillo le calzara; no se atrevía a
creer, si llamaba a Piel de Asno que había hecho la torta, que le
permitieran hacerla venir; no se atrevía tampoco a contar lo que había
visto por el ojo de la cerradura temiendo ser objeto de burla y tomado
por un visionario; acosado por todos estos pensamientos simultáneos, la
fiebre volvió a aparecer con fuerza. Los médicos, no sabiendo ya qué
hacer, declararon a la reina que el príncipe estaba enfermo de amor. La
reina acudió donde su hijo acompañada del rey que se desesperaba.
-Hijo mío, hijo querido -exclamó el
monarca afligido- nómbranos a la que quieres. Juramos que te la daremos,
aunque fuese la más vil de las esclavas.
Abrazándolo, la reina le reiteró la
promesa del rey. El príncipe, enternecido por las lágrimas y caricias de
los autores de sus días, les dijo:
-Padre y madre míos, no me propongo hacer
una alianza que les disguste. Y en prueba de esta verdad -añadió,
sacando la esmeralda que escondía bajo la cabecera- me casaré con
aquella a quien le venga este anillo; y no parece que la que tenga este
precioso dedo sea una campesina ordinaria.
El rey y la reina tomaron el anillo, lo
examinaron con curiosidad, y pensaron, al igual que el príncipe, que
este anillo no podía quedarle bien sino a una joven de alta alcurnia.
Entonces el rey, abrazando a su hijo y rogándole que sanara, salió, hizo
tocar los tambores, los pífanos y las trompetas por toda la ciudad, y
anunciar por los heraldos que no tenían más que venir al palacio a
probarse el anillo; y aquella a quien le cupiera justo se casaría con el
heredero del trono.
Las princesas acudieron primero, luego
las duquesas, las marquesas y las baronesas; pero por mucho que se
hubieran afinado los dedos, ninguna pudo ponerse el anillo. Hubo que
pasar a las modistillas que, con ser tan bonitas, tenían los dedos
demasiado gruesos. El príncipe, que se sentía mejor, hacía él mismo
probar el anillo.
Al fin les tocó el turno a las camareras,
que no tuvieron mejor resultado. Ya no quedaba nadie que no hubiese
ensayado infructuosamente la joya, cuando el príncipe pidió que vinieran
las cocineras, las ayudantes, las cuidadoras de rebaños. Todas
acudieron, pero sus dedos regordetes; cortos y enrojecidos no dejaron
pasar el anillo más allá de la una.
-¿Hicieron venir a esa Piel de Asno que me hizo una torta en días pasados? -preguntó el príncipe.
Todos se echaron a reír y le dijeron que no, era demasiado inmunda y repulsiva.
-¡Que la traigan en el acto! -dijo el rey-. No se dirá que yo haya hecho una excepción.
La princesa, que había escuchado los
tambores y los gritos de los heraldos, se imaginó muy bien que su anillo
era lo que provocaba este alboroto. Ella amaba al príncipe y como el
verdadero amor es timorato y carece de vanidad, continuamente la
asaltaba el temor de que alguna dama tuviese el dedo tan menudo como el
suyo. Sintió, pues, una gran alegría cuando vinieron a buscarla y
golpearon a su puerta.
Desde que supo que buscaban un dedo
adecuado a su anillo, no se sabe qué esperanza la había llevado a
peinarse cuidadosamente y a ponerse su hermoso corselete de plata con la
falda llena de adornos de encaje de plata, salpicados de esmeraldas.
Tan pronto como oyó que golpeaban a su puerta y que la llamaban para
presentarse ante el príncipe, se cubrió rápidamente con su piel de asno,
abrió su puerta y aquellas gentes, burlándose de ella, le dijeron que
el rey la llamaba para casarla con su hijo. Luego, en medio de
estruendosas risotadas, la condujeron donde el príncipe quien,
sorprendido él mismo por el extraño atavío de la joven, no se atrevió a
creer que era la misma que había visto tan elegante y bella. Triste y
confundido por haberse equivocado, le dijo:
-¿Eres tú la que habita al fondo de ese callejón oscuro, en el tercer gallinero de la granja?
-Sí, su señoría -respondió ella.
-Muéstrame tu mano -dijo él temblando y dando un hondo suspiro.
¡Señores! ¿quién quedó asombrado? Fueron
el rey y la reina, así como todos los chambelanes y los grandes de la
corte, cuando de adentro de esa piel negra y sucia, se alzó una mano
delicada, blanca y sonrosada, y el anillo entró sin esfuerzo en el
dedito más lindo del mundo; y, mediante un leve movimiento que hizo caer
la piel, la infanta apareció de una belleza tan deslumbrante que el
príncipe, aunque todavía estaba débil, se puso a sus pies y le estrechó
las rodillas con un ardor que a ella la hizo enrojecer. Pero casi no se
dieron cuenta pues el rey y la reina fueron a abrazar a la princesa,
pidiéndole si quería casarse con su hijo.
La princesa, confundida con tantas
caricias y ante el amor que le demostraba el joven príncipe, iba, sin
embargo, a darles las gracias, cuando el techo del salón se abrió, y el
hada de las Lilas, bajando en un carro hecho de ramas y de las flores de
su nombre, contó, con infinita gracia, la historia de la infanta.
El rey y la reina, encantados al saber
que Piel de Asno era una gran princesa, redoblaron sus muestras de
afecto; pero el príncipe fue más sensible ante la virtud de la princesa,
y su amor creció al saberlo. La impaciencia del príncipe por casarse
con la princesa fue tanta, que a duras penas dio tiempo para los
preparativos apropiados a este augusto matrimonio.
El rey y la reina, que estaban locos con
su nuera, le hacían mil cariños y siempre la tenían abrazada. Ella había
declarado que no podía casarse con el príncipe sin el consentimiento
del rey su padre. De modo que fue el primero a quien le enviaran una
invitación, sin decirle quién era la novia; el hada de las Lilas, que
supervigilaba todo, como era natural, lo había exigido a causa de las
consecuencias.
Vinieron reyes de todos los países; unos
en silla de manos, otros en calesa, unos más distantes montados sobre
elefantes, sobre tigres, sobre águilas: pero el más imponente y
magnífico de los ilustres personajes fue el padre de la princesa quien,
felizmente, había olvidado su amor descarriado y contraído nupcias con
una viuda muy hermosa que no le había dado hijos.
La princesa corrió a su encuentro; él la
reconoció en el acto y la abrazó con una gran ternura, antes de que ella
tuviera tiempo de echarse a sus pies. El rey y la reina le presentaron a
su hijo, a quien colmó de amistad. Las bodas se celebraron con toda
pompa imaginable. Los jóvenes esposos, poco sensibles a estas
magnificencias, sólo tenían ojos para ellos mismos.
El rey, padre del príncipe, hizo coronar a
su hijo ese mismo día y, besándole la mano, lo puso en el trono, pese a
la resistencia de aquel hijo bien nacido; pero había que obedecer.
Las fiestas de esta ilustre boda duraron
cerca de tres meses y el amor de los dos esposos todavía duraría si los
dos no hubieran muerto cien años después.
MORALEJA
El cuento de Piel de Asno parece exagerado;
pero mientras existan en el mundo criaturas
y haya madres y abuelas que narren aventuras,
estará su recuerdo conservado.
pero mientras existan en el mundo criaturas
y haya madres y abuelas que narren aventuras,
estará su recuerdo conservado.
FIN
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