Los Sioux se declaran independientes
Koldo Campos Sagaseta
Rebelión
La historia de los pueblos indígenas norteamericanos es,
probablemente, uno de los capítulos más vergonzosos en esa historia
universal de la infamia que aún no se escribe, no sólo por constituir un
genocidio, extendido en los siglos, del que ni hay cifras oficiales
ni, lo que es peor, memoria histórica, al margen de los esfuerzos que
por dejar oír su voz hacen los propios interesados y algún reducido
apoyo de organizaciones solidarias, lo es, sobre todo, por la
desvergonzada tergiversación que se ha hecho de ella, transformando
naciones en tribus, seres humanos en salvajes, palabras en gritos…
Los indios no tenían dioses, sino espíritus a los que idolatrar; no tenían cultura, sino algunas habilidades
artesanas; y lo que es peor, no tenían una industria del cine y de los
medios que les permitiera escribir su propio guión, ese que alguna vez
nos llevó a todos a jugar a indios y vaqueros, a emular a John Wayne o a
tocar la trompeta de degüello con bárbara inocencia. Los pieles rojas
quedaron condenados para siempre a pintarse la cara y dar vueltas,
sedientos de sangre y cabelleras ajenas, alrededor de las caravanas
civilizadoras, de los trenes del progreso.
El progreso, a los indios que sobrevivieron, los destinó a los circos y a los manicomios.
De ahí que a nadie extrañe, según informa el boletín Democracy Now y
puede leerse (en inglés) en la página http://www.lakotafreedom.com ,
que los sioux lakota, uno de los siete pueblos que formaban la nación
sioux, hayan decidido declararse independientes de los Estados Unidos.
Durante siglos, los sioux y otros pueblos aliados, como los
arapaho o los cheyennes, se defendieron del progreso impuesto por los
mismos que hoy determinan la suerte
del mundo. A cada guerra sucedía un tratado, a cada tratado una
violación, a cada violación una protesta, a cada protesta una masacre, a
cada masacre sucedía una guerra que otro nuevo tratado apaciguaba hasta
que se descubrían yacimientos de oro en la reserva y el ciclo repetía
su trágico saldo. Mientras tanto, Hollywood convertía a Búfalo Bill, un
bufón de taberna, en el paradigma del patriota “americano”.
Años más tarde, en un pueblo llamado Wounded Knee, el
ejército estadounidense asesinaba, en nombre del progreso, a varios
centenares de sioux, reduciendo a los restantes a una cada vez más
exigua reserva.
Antes de que aquel crimen cumpliera cien años de impunidad,
otra vez Wounded Knee volvería a ser noticia. En 1973, casi un millar de
sioux se concentran en el pueblo y denuncian el irrespeto del último
tratado firmado por sus representantes
y el gobierno estadounidense. Denuncian la corrupción, el abandono, las
condiciones infames de vida que se les propone, los asesinatos, las
violaciones, el desamparo, el desempleo…
Sólo 24 horas tardaron en llegar miles de agentes de todas las oficinas gubernamentales para cercar el pueblo.
Dos meses largos duró el asedio y la defensa. Desde el pueblo se
hizo una propuesta de alto el fuego. “Estados Unidos ya no firma
tratados” –fue la respuesta del negociador. En decenas se contaron los
muertos.
Ninguna de las denuncias hechas fue considerada, a ninguna acusación
se le dio curso. Ninguna medida se adoptó por el gobierno para corregir
irregularidades, violaciones y abusos. Nadie fue acusado, nadie
respondió por los tantos delitos denunciados.
A nadie puede extrañarle hoy que los sioux hayan decidido retirarse
de todos los acuerdos suscritos con los Estados Unidos y declarar su
independencia, ni las palabras del representante sioux: “No somos más
ciudadanos de los Estados Unidos, y los que viven en el área de los
cinco estados (las dos Dakota, Nebraska, Montana y Wyoming) que forman
nuestro país, son bienvenidos”.
Durante más de cien años, el gobierno estadounidense ha hecho lo
indecible porque los sioux abandonaran su idioma y su cultura. Se les ha
prohibido su lengua, sus manifestaciones culturales, sus ceremonias
religiosas…
Actualmente, el promedio de vida de un sioux, por cierto, todavía
ciudadano estadounidense, es de 46 años, casi la misma que la de un
afgano e inferior en veinte años a la de un boliviano, la más baja de
América. Ignoro que tan larga fuera la vida de los sioux antes de la
llegada del progreso pero me atrevería a asegurar que no hay motivos
para celebrarlo. Marginación, indigencia, alcoholismo, suicidios, son
parte del estado de miseria en que malviven los sioux y otros pueblos
indígenas norteamericanos.
Cierto que los sioux tenemos muchos nombres, que somos muchas
familias, muchas tribus. Los sioux kosovares, por ejemplo, están de
enhorabuena. Todavía se ignora donde queda el país y ya van a ser
independientes. Son tan afortunados como los sioux baloquistaníes, en
Paquistán, que por disponer de gas y otros recursos de general codicia,
hasta podrían ser, también, independientes a corto plazo y evitarse el
Imperio en el negocio los enojosos intermediarios.
Los otros sioux, los condenados por la historia oficial a seguir
siendo indios, van a tener que esperar y seguir luchando por su justo
derecho a una independencia que los lleve lo más lejos posible de los
caras pálidas antes de que se haga bueno el augurio del jefe indio
Seattle en carta a un presidente de los Estados Unidos: “ustedes morirán
sofocados bajo sus propios desperdicios”.
En eso estamos.
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