sábado, 12 de octubre de 2013

Relato de lo mucho que puede darnos una espera.

 
 

Relato de lo mucho que puede darnos una espera.

Pensaba en torno a lo que podía escribir en esta ocasión, debido a que voy a estar fuera todo el día, y la verdad es que hasta hace unos minutos no tenía nada decidido. Tenía varios temas en mi mente pero no terminaba por hacer la elección y decidí echar mano de lo que supuso para mí la larga espera que tuve que soportar un día en que tuve que acudir a una consulta. Tenía cita para hacerme una prueba en una clínica de la capital y, de entrada, apuros y prisas, problemas de aparcamiento y carreras, debido a que cuando salía de casa me encontré con un tremendo atasco. Los coches apenas se movían y el tiempo pasaba, de forma inexorable, y la hora de la cita se acercaba, sin yo quererlo. La técnica salía en mi ayuda y eché mano del teléfono móvil, poniéndome en contacto con el departamento de radiología. Le comenté el problema y ya estaban enterados de que había tenido lugar un mortal accidente en la carretera del norte de la isla.
Al pasar por ventanilla para comunicar que había llegado para la prueba en cuestión me dieron una nota informativa en donde se me hacía saber que la misma tenía sus riesgos. Normalmente no sucedía nada pero podían presentarse vómitos, pérdida de conciencia y entrada en coma. En muy raras ocasiones, en un bajísimo porcentaje, se podría dar un fatal desenlace. Lo que era una prueba rutinaria se transformó en un pensar, en un reflexionar sobre aquellas posibilidades, sin miedo pero sí con cierta inquietud, que no llegó a preocupación y como salida una rápida llamada de teléfono.
De forma curiosa se pasa del calor al frío, del despertar al ocaso y allí, junto a mis reflexiones en soledad, me vi frente a una pareja octogenaria. Ella muy bien arreglada, con una vestimenta atractiva. Su cara era angelical y conservaba algo de lo que había sido, con total seguridad, una gran belleza física. A su lado, por el contrario, se encontraba un hombre muy desmejorado, con un rostro asustado, con unas huellas, de haber andado un largo trecho del camino y también del reloj, tremendamente profundas y marcadas. La vestimenta del hombre presentaba unas características totalmente diferentes, abandonada y descuidada. Envuelto en un enorme chándal, que le hacía parecer que había perdido muchos kilos, muy arrugado. La grácil movilidad de una contrastaba con el torpe y dificultoso caminar del otro. La paciencia de la atractiva mujer contrastaba con las voces del hombre, con sus reiteradas llamadas de atención, con su semblante de inestabilidad y dolor. Ella le miraba, le tomaba de la mano, le ayudaba a levantarse, le respondía en voz baja y respetuosa pero, en el fondo, se asomaba, de manera tímida y contenida, una admirable paciencia y, de forma lógica, algo de cansancio.
Les vi, en mi mente viajera, veinteañeros, juguetones, llenos de aspiraciones, amorosos y pasionales. Aquellos juveniles proyectos y aquellos maduros logros dieron paso a una espera, a un trago muy difícil, por ambas partes. La potencia de los paisajes virginales han dado paso a un gélido descampado. La impotencia de uno frente al servicial apoyo de la otra. Toda una vida juntos, igual no era así pero me dio esa impresión, y ahora la ayuda, el empujón, el decir sí cuando se apetece un tranquilo, un ahora, un debes ser paciente. El paso inevitable, la muchas veces no querida dualidad, de la pasión enfrentada a la compasión. ¿O simplemente se trata del amor en su rica y variada diversidad? Respuestas y opiniones de lo más diverso habrá y cada uno y cada una tendrá la suya, totalmente respetable.
Lo cierto es que aquella espera me dio para reflexionar sobre estas cuestiones y de repente escucho mi nombre. Una amable enfermera me preparaba sobre lo que iba a sentir y me preguntaba sobre mis posibles alergias. Me explicó, perfectamente, lo que iba a experimentar para que no me preocupara después de haber leído la inesperada nota del principio, las sensaciones de calor que iban a recorrer mi garganta, mi pecho y mi bajo vientre. Le di las gracias, sin mirar cómo me pinchaba y me contestó, muy cortésmente: “le pincho y encima me da las gracias”. Todo sucedió, muy ligero de ropa, como yo esperaba y deseaba y, después de flirtear con una extraña máquina que me invitó a dormir, quise observar, y por momentos convertirme en un voyeur, y no perderme sus atrevidos movimientos y sus audibles miradas encendidas.

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