La magia de los libros.
Esta mañana me acerqué al rastro de los domingos de la Ciudad de Las
Palmas de Gran Canaria. Una cosa que me encanta es ver los libros que se
ofrecen a precios impensables, pudiendo comprar por un euro títulos
agotados y auténticas rarezas. Efectivamente, siempre aparece alguno y
es raro el día que no te encuentres alguna pequeña joya y hoy, día 24 de
febrero de 2013, no fue una excepción. Ahora, en casa, me vino a la
mente el tema de los libros y debido a ello surgió el presente artículo.
Creo que desde que tengo uso de razón me llamaba la atención la lectura
de aquellos viejos cómics o cuentos, como solía llamarlos, y no sé
cómo fui capaz de engancharme a leer todo lo que caía en mis manos.
Desgraciadamente mi padre, cuando me tocó, de forma obligada, servir a
la patria, aprovechó la tesitura para hacer limpieza y perdí aquellos
cuentos que tanto significaron para mí. De manera especial recuerdo uno,
que jamás he vuelto a ver, de formato apaisado y de tan sólo un pequeño
número de páginas con magnífica ilustraciones, que me impactó.
Visualizo, como si de ayer se tratara, a dos personajes jóvenes que iban
caminando y de repente el suelo se hundió y cayeron a una especie de
caverna en la que encontraron una especie de tesoro. Era una obra de
arte, que llegó a mí, en humilde papel y que, de vez en cuando, vuelve a
mi memoria porque se resiste a olvidarlo. Miles de cómics han pasado
por mis manos, que inconscientemente ansían encontrarlo de nuevo, pero
la búsqueda no ha sido, hasta ahora, fructífera.
Posiblemente fueran
aquellos héroes de papel, que yo transformaba en mis amigos y que
invitaba a participar de mis juegos y sueños, los que hicieran al lector
y al escribiente. Vienen a mi mente personajes como Tamar, Roberto
Alcázar y Pedrín, El Guerrero del Antifaz, El Llanero Solitario, Capitán
Trueno, Jabato, o los que llegaron poco después como Los Cuatro
Fantásticos o Spiderman, por citar sólo algunos. Algunos profesores
llevaban a cabo su inquisidor papel, el de villano de mi historia,
porque practicaban una labor de expolio y de secuestro de obras que
jamás recuperábamos, después de aquel capón, y algo más, que nos
indicaba que sólo había que leer el libro de texto. Se empeñaban en
castrar nuestra imaginación y no les gustaba que voláramos y voláramos.
Posiblemente mi actitud de rebeldía ante tamaño abuso de poder me llevó a
seguir leyendo y amando a aquellos personajes que me daban tantas y
tantas satisfacciones y me incitaban a participar en el mundo de las
fantasías y de las historias en las que se me apetecía jugar un papel
protagonista.
Aquella experiencia de la niñez hizo que, sin darme
cuenta, creciera en mí esa faceta, que tanto me aporta, de coleccionar
determinados libros, revistas, documentos, postales, sellos, fotografías
de épocas pasadas y debido a ello he de decirles que hoy en día, y
desde hace muchos años, soy bibliófilo y coleccionista y gozo no sólo
con leer algunos títulos sino con el placer de tenerlos en mis manos, de
cuidarlos, de ojearlos y, en cierto modo, acariciarlos y mimarlos,
además de disponer de materiales que por sí solos pudieran ser la razón
de un escrito, de un comentario, de una particular historia. Me apetece,
en ocasiones, perderme entre las ediciones agotadas o libros que no son
habituales en bibliotecas ni en colecciones particulares porque
simplemente son ejemplares de mi colección, que con tanto cuidado he ido
colocando en su lugar, porque cada colección es única. Al acudir a
anticuarios o rastros y ver ejemplares firmados por sus autores,
ediciones agotadas, libros rarísimos, evidentemente, entre muchos otros
que no lo son, me vienen a la mente sus pasados lectores, sus antiguos
propietarios, el orden que dieron a su biblioteca, el espacio que
ocuparon en otros momentos y de repente, cuando su poseedor parte, la
colección es regalada, vendida o tirada a un contenedor de basura y, sin
más, se convierte en otra cosa porque ya no forma parte de una
colección y pasa a formar parte, injustamente, de un basurero. Hace dos
semanas no pude evitar un crimen y es que en el momento de pasar ante
unos contenedores de basura, los empleados municipales de limpieza
estaban lanzando dos cajas repletas de libros, se podía apreciar que
eran muy antiguos, al camión de la basura. Me entró una congoja
mayúscula al presenciar aquel atentado a la memoria de un ser humano que
los tuvo consigo, posiblemente durante mucho tiempo, y ahora,
posiblemente sus herederos, creyeron, en su mayúscula ignorancia, que no
eran útiles ni interesantes.
En ocasiones, y con más suerte, en
esas librerías de segunda mano, en anticuarios o rastros algunos
ejemplares caen en manos deseosas de protegerlos y de gozarlos pero
otros, por diferentes circunstancias, desaparecen por estar algo
estropeados o por el inevitable paso del tiempo. Puede suceder que otros
libros no tengan significado para los que han decidido buscar entre
tantos y tantos volúmenes. Se trata de que su pasado significado ya no
lo tiene o porque, simplemente, nadie lo recupera de entre el caos al
que ha sido condenado. Vale la pena indagar entre viejos libros porque,
en ocasiones, surge ante ti una pieza única, inusual que puede reportar
una gran satisfacción. Como ejemplo una señora que hereda una serie de
objetos y entre ellos unos hermosos muebles, de pequeño tamaño, que
contenían una serie de libros antiquísimos. Fue a un anticuario y le
dijo que si le interesaban aquellos muebles, el anticuario le dijo que
cuánto pedía por ellos, sin saber nada del contenido, es decir, de los
libros. Se habló de unas cifras, en las que se pusieron de acuerdo.
Ambas partes quedaron satisfechas. Lo que consiguió por aquellas dos
pequeñas estanterías de época dejaron a la heredera muy contenta pero la
historia no termina ahí y la sorpresa estaba por llegar. Un nuevo
cliente entra, años después, y manifiesta que le gustan aquellos libros,
bastante cargados de polvo y escritos en inglés, y el anticuario le
dice que valen a diez euros cada uno, por decir un precio. El nuevo
cliente ve que pueden ser libros raros pero no es consciente que está
ante una compra magnífica. Se los lleva a casa y comprueba que se trata
de unos libros muy raros que, en su conjunto, pueden llegar a valer
miles de euros. ¿Cuántas joyas como las citadas se encontrarán esperando
al coleccionista de turno? No se trata del valor material, que lo
tiene, sino de que has logrado salvar de tener arrimados, y sin ser
valorados, y expuestos al deterioro a unas auténticas reliquias que
pasaron desapercibidas por un largo período de tiempo. En otra ocasión
fui testigo de otra operación en que la propietaria le dijo a un cliente
que se llevara, junto a otros que había comprado, una serie de libros
deshojados, deteriorados e incompletos porque los iba a tirar a la
basura. La respuesta fue que no le interesaban y allí los dejó. Esperé,
pacientemente, y le dije a aquella señora que no los tirara porque a mí
me interesaban, cuestión de sensibilidad o sexto sentido. Los colocó en
una bolsa y me dijo que me los llevara y así lo hice. Al llegar a casa
me dediqué, con mucha tranquilidad, tiempo y un pegamento, a ordenar
aquellas desordenadas hojas y, de repente, la luz. Unos estaban
incompletos pero tenían bellos grabados pero otros, en cambio, estaban
sólo deseosos que se les ordenara y, pese a los defectos lógicos del
maltrato y del paso del tiempo, surgieron de las cenizas y me encontré
ante ejemplares rarísimos, ediciones apenas conocidas y de un valor
incalculable para un bibliófilo como el que les hace llegar estas
anécdotas. Así de extraño y de apasionante es este mundo del
coleccionismo de libros y de otros objetos de colección.