El cuentacuentos
"Creía en la exuberancia de la palabra, en la construcción cuidadosa de
las oraciones, en la claridad y sencillez de los relatos..."
ANTONIO CERPA SANTANA
Desde que fue muy niño contó historias. Necesitaba contarlas. Se reunía
con sus pequeños amigos de la montañeta, se metían bajo la tienda india
que habían montado con la sacas de papas que les dejaba Juanita "la
artista", la madre de los hermanos Hernández Liria, y se pasaban las
horas soñando aventuras, ideando juegos, preparando guerras.
Muy pronto descubrió el milagro de la lectura ( el mayor que jamás
descubrió) y algún tiempo después supo que no se le daba muy mal
comunicarse escribiendo. Sin embargo, de todos cuantos instrumentos
dispuso para acercarse a los otros, ninguno como el del humilde
cuentacuentos. El que practicó de niño para inventar mundos fantásticos,
el que empleó de adolescente para enamorar a las chicas, el que utilizó
más tarde como ariete para vender ideas y ganar voluntades, el que le
permitía hacer creíble lo imposible, viajar en el tiempo e imaginar
mundos más habitables. Y también algo mucho más prosaico, el que le
permitió ganarse el pan que alimentaba a su familia.
Creía en
la exuberancia de la palabra, en la construcción cuidadosa de las
oraciones, en la claridad y sencillez de los relatos, pero junto a eso,
reforzándolo, enriqueciéndolo, confiaba ciegamente en la fuerza añadida
de la mirada, en el tono de la voz, susurrante a veces, trueno otras, en
el movimiento de las manos, en el lenguaje sin trampas de los cuerpos.
Le parecía que nada podría sustituir el encuentro personal cuando se
deseaba transmitir la pasión de una vivencia. Nadie, eso al menos creía
él, igualaría jamás el embrujo de un contador de historias.
Por eso admiraba a los "habladores", esos personajes maravillosos que
viven en la Amazonía, la inmensa selva tropical de América del Sur, y
que pasan toda su vida trasladándose de aldea en aldea transmitiendo a
sus gentes las tradiciones y el saber que generaciones milenarias les
habían confiado a lo largo de los siglos. No existe para ellos otro
archivo del conocimiento que el arcón de la memoria. No poseen otro
canal de información que las historias transmitidas por estos
extraordinarios y mágicos cuentacuentos.
Han pasado un puñado
de años. Aún no toca hacer repaso. Eso al menos dice él. Posiblemente
sea una forma inteligente de hacerle un quiebro a la vida. Un instante
sigue siendo un instante tengas la edad que tengas, mañana será siempre
una incógnita para un joven deportista, y para un adulto con el cuerpo
cansado.¿quién conoce lo que sucederá unos segundos después? Lo
realmente importante, piensa, es vivir con intensidad el momento
presente, y ese momento es de verdad la vida, la única vida. Porque,
¿qué son los proyectos, los propósitos y los sueños sino retazos
hechiceros del presente?
No bastaba, creía él, con el
potencial de información acumulada en enciclopedias y ordenadores, ni
con la inmediatez con la que podemos acceder a cualquier fuente del
conocimiento. Es prácticamente seguro que nunca existió un individuo con
tanta información, pero también es probable que nunca haya existido una
época en la que el hombre se haya visto rodeado de tantos peligros para
dejar de ser hombre. La soberbia, el exceso de información mal
digerida, la superficialidad y el trastoque de valores, el
individualismo castrante y nuestra extrema fragilidad ante poderes
totalitarios que no percibimos, pueden convertirnos en multitudinarias
tropas de zombis instruidas pero esclavas. Por eso, pensó, era necesaria
la vuelta a los valores éticos, a la pasión por la vida, a la comunión
con la naturaleza de la que formamos parte, al conocimiento consciente, a
la recuperación del valor de las palabras, ... Y para conseguirlo, esto
sí lo tenía claro, le parecía indispensable la vuelta a la enseñanza a
través del amor y el respeto.
Por eso, si hoy volviera a
nacer, si los amigos de su universo mágico le concedieran el regalo de
una nueva existencia, y si, abusando un poco más de sus bondades
consiguiera que lo trasladasen a un tiempo en el que las velas, el
carburo o el petróleo fueran aún las únicas luces que alumbraran la
noche, cogería su tienda y su macuto, calzaría sus antiguas botas de
trekking y un buen bastón de fresno, se pertrecharía de lápices y
cuadernos y se iría por senderos de medianías y montañas a la caza de
historias antiguas, de tradiciones y mitos, de tragedias y amores, del
conocimiento de bestias increíbles y de "visitantes que brillaban más
que el sol". Hablaría con viejecitos que nunca abandonaron su pueblo y
con ricos indianos que se fueron muy lejos pero que tuvieron que
regresar muy pronto ante el lamento de las cumbres que lloraban sus
ausencias. Y se iría de un pueblo a otro pueblo y cruzaría barrancos y
subiría montañas y plantaría su tienda a la entrada de otra aldea y al
llegar la noche encenderían un fuego y los mayores del lugar le
contarían sus secretos y él escribiría sin parar.
Y después de
un tiempo largo regresaría a su casa, repasaría sus notas, las
revestiría con las palabras más hermosas que existieran en su lengua e
iría de plaza en plaza, de ciudad en ciudad, de casino en casino
contando las historias que a él le contaron, homenajeando con su recién
estrenada profesión de cuentacuentos, las tradiciones milenarias de
millones de seres humanos que durante siglos transmitieron su sabiduría
con sus palabras,con el tono de sus voces, con el brillo de sus ojos con
la riqueza de sus gestos.
.............................. ...................
Sirva este humilde relato para agradecer a ese, cada vez menor número
de personas que, en tiempos de prisas y de urgencias, de eficacia y
competitividad, de asombro y legítimo orgullo por los avances
tecnológicos, son aún capaces de emocionarnos con el verbo, de
enriquecernos con las palabras, de enamorarnos cuando hablan. Gracias
por su sosiego, por sus pausas, por su respeto a la belleza, por su amor
incondicional a la más hermosa creación del hombre: El Lenguaje.
A José Luis Gómez, Javier Sierra, Nuria Espert, Antonio Gala, Eduard
Punset, Iñaqui Gabilondo, Luís del Olmo y a otros muchos con los que
inevitablemente cometo una enorme injusticia al dejar de nombrarlos
aquí, gracias de corazón por lo mucho que les debo.
Antonio Cerpa Santana es natural de Telde, fue sacerdote y reside en Madrid.
"Creía en la exuberancia de la palabra, en la construcción cuidadosa de las oraciones, en la claridad y sencillez de los relatos..."
ANTONIO CERPA SANTANA
Desde que fue muy niño contó historias. Necesitaba contarlas. Se reunía con sus pequeños amigos de la montañeta, se metían bajo la tienda india que habían montado con la sacas de papas que les dejaba Juanita "la artista", la madre de los hermanos Hernández Liria, y se pasaban las horas soñando aventuras, ideando juegos, preparando guerras.
Muy pronto descubrió el milagro de la lectura ( el mayor que jamás descubrió) y algún tiempo después supo que no se le daba muy mal comunicarse escribiendo. Sin embargo, de todos cuantos instrumentos dispuso para acercarse a los otros, ninguno como el del humilde cuentacuentos. El que practicó de niño para inventar mundos fantásticos, el que empleó de adolescente para enamorar a las chicas, el que utilizó más tarde como ariete para vender ideas y ganar voluntades, el que le permitía hacer creíble lo imposible, viajar en el tiempo e imaginar mundos más habitables. Y también algo mucho más prosaico, el que le permitió ganarse el pan que alimentaba a su familia.
Creía en la exuberancia de la palabra, en la construcción cuidadosa de las oraciones, en la claridad y sencillez de los relatos, pero junto a eso, reforzándolo, enriqueciéndolo, confiaba ciegamente en la fuerza añadida de la mirada, en el tono de la voz, susurrante a veces, trueno otras, en el movimiento de las manos, en el lenguaje sin trampas de los cuerpos. Le parecía que nada podría sustituir el encuentro personal cuando se deseaba transmitir la pasión de una vivencia. Nadie, eso al menos creía él, igualaría jamás el embrujo de un contador de historias.
Por eso admiraba a los "habladores", esos personajes maravillosos que viven en la Amazonía, la inmensa selva tropical de América del Sur, y que pasan toda su vida trasladándose de aldea en aldea transmitiendo a sus gentes las tradiciones y el saber que generaciones milenarias les habían confiado a lo largo de los siglos. No existe para ellos otro archivo del conocimiento que el arcón de la memoria. No poseen otro canal de información que las historias transmitidas por estos extraordinarios y mágicos cuentacuentos.
Han pasado un puñado de años. Aún no toca hacer repaso. Eso al menos dice él. Posiblemente sea una forma inteligente de hacerle un quiebro a la vida. Un instante sigue siendo un instante tengas la edad que tengas, mañana será siempre una incógnita para un joven deportista, y para un adulto con el cuerpo cansado.¿quién conoce lo que sucederá unos segundos después? Lo realmente importante, piensa, es vivir con intensidad el momento presente, y ese momento es de verdad la vida, la única vida. Porque, ¿qué son los proyectos, los propósitos y los sueños sino retazos hechiceros del presente?
No bastaba, creía él, con el potencial de información acumulada en enciclopedias y ordenadores, ni con la inmediatez con la que podemos acceder a cualquier fuente del conocimiento. Es prácticamente seguro que nunca existió un individuo con tanta información, pero también es probable que nunca haya existido una época en la que el hombre se haya visto rodeado de tantos peligros para dejar de ser hombre. La soberbia, el exceso de información mal digerida, la superficialidad y el trastoque de valores, el individualismo castrante y nuestra extrema fragilidad ante poderes totalitarios que no percibimos, pueden convertirnos en multitudinarias tropas de zombis instruidas pero esclavas. Por eso, pensó, era necesaria la vuelta a los valores éticos, a la pasión por la vida, a la comunión con la naturaleza de la que formamos parte, al conocimiento consciente, a la recuperación del valor de las palabras, ... Y para conseguirlo, esto sí lo tenía claro, le parecía indispensable la vuelta a la enseñanza a través del amor y el respeto.
Por eso, si hoy volviera a nacer, si los amigos de su universo mágico le concedieran el regalo de una nueva existencia, y si, abusando un poco más de sus bondades consiguiera que lo trasladasen a un tiempo en el que las velas, el carburo o el petróleo fueran aún las únicas luces que alumbraran la noche, cogería su tienda y su macuto, calzaría sus antiguas botas de trekking y un buen bastón de fresno, se pertrecharía de lápices y cuadernos y se iría por senderos de medianías y montañas a la caza de historias antiguas, de tradiciones y mitos, de tragedias y amores, del conocimiento de bestias increíbles y de "visitantes que brillaban más que el sol". Hablaría con viejecitos que nunca abandonaron su pueblo y con ricos indianos que se fueron muy lejos pero que tuvieron que regresar muy pronto ante el lamento de las cumbres que lloraban sus ausencias. Y se iría de un pueblo a otro pueblo y cruzaría barrancos y subiría montañas y plantaría su tienda a la entrada de otra aldea y al llegar la noche encenderían un fuego y los mayores del lugar le contarían sus secretos y él escribiría sin parar.
Y después de un tiempo largo regresaría a su casa, repasaría sus notas, las revestiría con las palabras más hermosas que existieran en su lengua e iría de plaza en plaza, de ciudad en ciudad, de casino en casino contando las historias que a él le contaron, homenajeando con su recién estrenada profesión de cuentacuentos, las tradiciones milenarias de millones de seres humanos que durante siglos transmitieron su sabiduría con sus palabras,con el tono de sus voces, con el brillo de sus ojos con la riqueza de sus gestos.
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Sirva este humilde relato para agradecer a ese, cada vez menor número de personas que, en tiempos de prisas y de urgencias, de eficacia y competitividad, de asombro y legítimo orgullo por los avances tecnológicos, son aún capaces de emocionarnos con el verbo, de enriquecernos con las palabras, de enamorarnos cuando hablan. Gracias por su sosiego, por sus pausas, por su respeto a la belleza, por su amor incondicional a la más hermosa creación del hombre: El Lenguaje.
A José Luis Gómez, Javier Sierra, Nuria Espert, Antonio Gala, Eduard Punset, Iñaqui Gabilondo, Luís del Olmo y a otros muchos con los que inevitablemente cometo una enorme injusticia al dejar de nombrarlos aquí, gracias de corazón por lo mucho que les debo.
Antonio Cerpa Santana es natural de Telde, fue sacerdote y reside en Madrid.
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